Con un egocentrismo prestado y con un recuerdo tan caliente como el que provocaba el sol de febrero en la autopista cercana a la tierra donde nació Gabo, he querido detenerme un rato en ese día del 2009 que recorrí la vivienda donde el Premio Nobel escuchó las primeras palabras. Donde se sentaba a escuchar las historias que el abuelo le contaba seguramente con tanta fantasía como memoria de los amores, temores y errores que hubo cometido en su vida. En esa vivienda Gabo sintió los pasos de las almas y las habladurías fantasmagóricas de los que le precedieron en esta vida y que tenían inoculada la genética de la enajenación.

La de Gabo era una familia de orates. Dicho con todo el respeto del mundo. Porque, dejémonos de tonterías, ¿quién no ha tenido un loco en la familia? O, mejor dicho, si no lo ha tenido habrá sido porque uno mismo lo ha sido. Ya sabemos que a veces la realidad supera a la fantasía. Todos tenemos alguna vivencia en donde pretendemos comprender a qué raros espíritus corresponde el hecho de salvarnos “por un pelito” o llegar a (des)tiempo a una determinada cita donde se nos alegra o perjudica la existencia.

Y si de amores se trata ¿hay algún escritor que haya elevado la narración romántica a la altura de Gabo? Los vericuetos de los amores prohibidos, los escondrijos que los fornicadores genéticos que nos manda la vida, las peripecias de los amantes furtivos que saben de excesos mejor que de decesos, las apariencias de los moderados de día que esperan la llegada de la noche para reconvertirse en lo que la naturaleza misma lo siente inexplicable.

Hoy que se recuerda el Día del Libro y seguramente las celebraciones serán acorde con nuestro último lugar en comprensión lectora es bueno saber que aún hay espacio para algo de lectura. Nunca será masiva, es cierto. Pero no creo que exista persona que tenga la suerte de saber leer y que no haya sentido satisfacción ante una historia escrita por otros.

Allí en Aracataca, donde nació Gabo en medio de platanales y un sol abrasador, se vive literatura. Como seguro se vive en cualquier lugar de la tierra donde se combine la buena gente con la maravillosa naturaleza. Ese pueblo pasó a la eternidad el mismo día que García Márquez pobló sus calles de Buendías y de fantasmas que aparecían para mantener la calma que los terrícolas deseaban alborotar.

Disculpen el egocentrismo prestado, disculpen. Pero desde aquella vez que recorrí la casa grande de Gabo en febrero del 2009, los personajes y paisajes de sus obras ya no fueron más dignos de lo real maravilloso sino se convirtieron en humanos. Desde Remedios, la bella, hasta el eterno enamorado que espera la muerte del esposo de la amada para declarar su amor. Todos se humanizaron, se hicieron de carne y hueso. Así de gravitante es la literatura y así de grande fue Gabo, a quien todos tendremos que agradecer haber sido un creador insaciable que hacía hablar a las piedras con la misma facilidad que construía las oraciones.