La imagen era espeluznante. Deja heridas en la conciencia y, como no, hasta llagas incurables. Con mirar estás molesto contigo mismo y con la humanidad cada vez menos sensibles a estas situaciones y que anda metida en un solipsismo cojonudo. Mierda, te puedes convertir en un testigo mudo y cómplice (los amazónicos y amazónicas tenemos suficiente experiencia con lo que pasó en el caucho y los vejámenes a integrantes de pueblos indígenas, y que muchos callaron, lo silenciaron torpemente). Se me viene a la memoria el ensayo de Susan Sontag “Ante el dolor de los demás” que escarba en esas emociones. La imagen me dejó con un fuerte malestar moral, de esos que te duele el fondo de tu alma, el corazón, las emociones, todo. Te cuestiona la vida de principio a fin. Eso le ha pasado a un ser humano y puede haberme pasado a mí, además soy periférico de acuerdo a estas coordenadas, y por lo tanto, me pudo caer a mí. La suerte, el azar, las circunstancias ha corrido de mi parte. Nací en otros ejes geográficos pero, repito refunfuñando, me pudo pasarme a mí. La fotografía era la de un muchacho negro encaramado y agarrado como podía de una especie de mástil en la valla de Melilla, la frontera entre España y Marruecos, y la puerta de entrada a Europa. Descalzo, sus pies muestran heridas. Con la ropa hecho jirones. Una de sus piernas descansaba como en una especie banco precario y frágil. Una de sus manos tapaba su rostro ¿de desesperanza?, ¿de impotencia? Y sobre él aparece un pie vendado y en el otro con una media rota de otro muchacho en la misma barra de hierro. Buscaban llegar a Europa y se han quedado encaramados en esa valla. Es una foto que fustiga la condición humana. Mientras todo eso sucede el partido conservador ha elegido como candidato al parlamento europeo a un mofletudo ministro que ejerce la xenofobia. Vamos bien.

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