En los delirios de buscar una salida para la cochinería de todos los días, de la basura hasta en el caldo, hemos seguido investigando en la historia de Iquitos, mientras recorríamos Florida, Virginia, Carolina del Norte, Georgia. En esas pesquisas, que no se rendían ante el arribo de las noches o de los viajes en auto, encontramos un episodio fundamental que de haber sobrevivido sería hoy por hoy la estrategia más importante de la baja policía, de la limpieza urbana.

Todo tiempo pasado fue mejor, nos parece decir el día en que un incendio dejó de ser una tragedia de fuego y de cenizas para reemplazar al carro recogedor, al esforzado barrendero, al empresario de la limpieza que cobraba lo suyo para dejar reluciente a la ciudad de entonces. En teoría.  Ocurrió por aquel tiempo, 1952, que en las calles Grau, Ugarte y otros lugares abundaban los desperdicios. Nadie decía esta boca es mía y parecía que se había perdido el norte, el rumbo. Es decir, como siempre. El desquiciado Nerón usó el incendio como una represalia del mal.

El siniestro que estalló entonces en Iquitos hizo trizas los basureros amontonados en la esquina o en cualquier vereda. El ardoroso fuego, la quemante llama, cumplió el papel de contratista eventual que de un certero plumazo aniquiló toda suciedad en el ambiente de esas calles. Es una lástima que se haya olvidado ese incendio porque hoy por hoy cualquier limpiador eficaz provocaría quemazones para no acarrear nada, ni sacar envases recicladores, puesto que  le bastaría prender un fósforo o un encendedor para limpiar la ciudad de siempre.