Estar muy cerca de los hechos casi no nos hacer notar los defectos e imperfecciones de la obra, hay que tomar distancia o dejar que otros la caten y den una opinión al respecto. Se puede quedar atrapado en el síndrome de Pigmalión, aquel que hacía una estatua y se enamoraba de ella. Eso me parece que ha pasado con la llamada transición política en España. Lo que la pergeñaron solo observaban sus llamadas virtudes, no encontraban defectos. Algunas palabras adquirían olor a evangelio como pactos, consensos. La clase política creó un relato y se lo terminó creyendo. Pero el tiempo es uno de los mejores jueces en estos procesos porque muestra como un escáner las fisuras, lisiados que pudiera haber. Se salía de una gris y mediocre dictadura de cuarenta años. Y muchos estudios y estudiosos señalan quién detentaba el poder lo ostentaba pero ya no como en los años anteriores, además la dictadura cada vez se deslegitimaba en las calles. En ese proceso, y era parte de la negociación, se optó como forma de gobierno una monarquía parlamentaria. Y todas las luces estaban centradas en salir de ese período de dictadura, no fue una negociación entre partes iguales. Había una asimetría a simple vista. En este proceso sui generis por ejemplo, no hubo un proceso de depuración de personas que vivieron de la dictadura ocupando puestos de mando, estos continuaron. Pero aún con esos desperfectos España inició su andadura y tenemos este espacio de libertad (con limitaciones, por ejemplo, la opacidad estatal es clamorosa) que está durando más de treinta años. Ha sido un paso pero todavía insuficiente. A los días de abdicación de Juan Carlos I se vuelve hablar, y me parece necesario, sobre la forma de modelo de Estado. Es oportuno. Más cuando se está a punto de una nueva transición. La clase política española con resabios de franquismo debe dejar de ejercer esa tutela mental y política sobre la ciudadanía que a veces adopta. Que hablen las urnas.
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